sábado, 9 de febrero de 2008

Poca gente conoce la verdadera naturaleza del placer que significa dibujar. Muchos creen que ese gusto radica en el gesto anatómico, en el movimiento comedido de la mano, en el dominio de una técnica o en el uso de determinados materiales. El placer que genera el dibujo no reside allí, en la mecánica ; reside en la posibilidad cierta de objetivar ideas sin pasar por el tamiz del lenguaje. Según esta afirmación, el dibujo es otra de las formas que asume el pensamiento para hacerse presente entre nosotros y en nuestras vidas. No cultivarlo ni darle cabida a su existencia es sencillamente borrarnos una manera de pensar las cosas del mundo más transparente y menos intervenida que la generada por las vueltas del estamento lingüístico. En este sentido el dibujo es toda una forma de conocimiento cuya naturaleza se nos presenta alterna y paralela a las palabras. Tanto es así que su presencia (como toda verdadera institución intelectual) goza de una estructura capaz de dar cuenta de lo percibido, de lo que nuestra curiosidad nos llama a conocer a través de él. Con el dibujo sucede que pocos son capaces de percibir su lógica formal, y muchos menos son los dotados y entrenados para recrearla. El dibujo tiene una lógica que no está hecha de silogismos ni de fórmulas absolutas que se cumplen a priori; tiene una lógica de la sensibilidad, de la expresión y de la captura del instante. Quizás, por no haber comprendido nunca esta lógica, el común de los mortales ha visto —y ve— en el dibujo apenas un recurso preparatorio para artes «mayores». De tales producciones magnas se valora su supuesta presencia acabada, indiscutible, absoluta; no su carácter de boceto o de idea. En el discurso del dibujo lo importante no es la completitud de la obra. Lo verdaderamente importante radica en la capacidad de análisis que tenga el artista frente a su percepción de los objetos para generar una o varias imágenes que den cuenta del pensamiento en plena actividad de conocer.
Por todo lo dicho, por haber propuesto que el dibujo es más una instancia intelectual que un estado de preparación artística, por haber afirmado al dibujo como un lenguaje y no como un mero proceso técnico, nos encontramos con que el fin de quien dibuja es traducir el mundo a imágenes, reducirlo a los mínimos recursos expresivos y comunicativos, y ponerlo a vivir en el reino eterno, mudo y cualitativo del lenguaje dibujístico. En el fondo se trata de una operación semiótica en la cual se convierte a los objetos en signos. Reflexionar sobre esta operación resulta algo común si se trata del mundo de las palabras. Donde esa reflexión no resulta común es en el ámbito de los dibujos y de las imágenes. El mundo de la mirada es un espacio que se nos perfila absolutamente natural y, por lo tanto, libre de análisis. Es como si el mundo visual, por evidente, no mereciera atención. Quizás porque concebimos la mirada como algo dado y absoluto (sólo los ciegos pueden concebirla de otra manera) nos resulte imposible no trivializarla. Precisamente el dibujo ha sido la víctima más sentida de ese proceso trivializador. No sólo se le ha concebido como un arte preparatorio, sino que se le ha negado su naturaleza visual. Es un lugar común muy difundido el hecho de creer que quien dibuja «tiene una mano prodigiosa» capaz de copiar lo que se le pose enfrente. Esa creencia popular constituye un ejemplo de cómo se le niega al dibujo el ser producto de una conjunción entre el ojo y el cerebro, entre la mirada y la mente; en pocas palabras: el ser producto de un acto perceptivo. Tal vez esa mitología que afirma al dibujo como un arte descerebrado y puramente manual se deba a que quien dibuja tiene la capacidad de reproducir la imagen de un objeto sin que éste se encuentre presente. Lo que ignoran esos creadores de mitos es que, en su virtualidad expresiva, el dibujo no tiene por qué tener modelos reales y presentes. Todos tenemos en la memoria la síntesis de los objetos que hemos percibido, conocido, medido y experimentado. Por tanto podemos tomar, cuando queramos, un trozo de grafito y dibujar un árbol, una mesa, una silla o lo que nos dé la gana. En estos términos el dibujo funciona como un resumen de nuestra experiencia visual acumulada a lo largo de años concibiendo a la visión como una actividad completamente voluntaria. Alguien educado visualmente puede incluso dibujar sin soporte ni materia. Ese alguien puede encontrar puntos en el espacio y unirlos con la sola voluntad de su mirada, convirtiendo así al dibujo en una experiencia virtual. Eso fue lo que hicieron los hombres de la antigüedad cuando vieron el cielo y crearon las constelaciones... Ellos descubrieron que el mundo podía resumirse a signos a los cuales se les podía adjudicar un valor comunicativo. A nosotros nos ha tocado codificar ese proceso que fue durante siglos asumido como algo natural e inmanente a lo humano.

1 comentario:

liru chepi dijo...

Es verdad.

http://davidcevallos.blogspot.com/2012/04/dibujo-lo-ke-veo-2.html